¿Y después de prohibir?: límites y alcances de negar la venta de alimentos chatarra a menores

La pandemia ha puesto a los cuerpos bajo la luz de los reflectores. Después de una rápida auscultación, el diagnóstico no es favorable: ya estábamos enfermos. La obesidad es el mal mayor y la mala alimentación su causa principal.

Sin embargo, es posible que el exceso de peso sólo sea el problema más visible y la malnutrición apenas una de sus causas. La construcción social de la obesidad como un problema de salud pública es un proceso de larga data. Si bien la evidencia muestra correlaciones consistentes con varios padecimientos, aún hay importantes lagunas de información sobre sus causas, procesos y potencial mórbido, lo que no ha impedido que se le represente como el enemigo a vencer. Esta forma de construir el problema facilita, por un lado, que la responsabilidad del malestar del cuerpo se centre en los individuos; por otro, que se omitan variables en el análisis de sus causas, como las ambientales (la contaminación de aire y agua o la persistencia de agroquímicos), las institucionales (servicios de salud y educación deficientes, falta de infraestructura básica) o estructurales, como la pobreza y la desigualdad.

La pandemia ha precipitado correlaciones que refuerzan este relato que, casi por definición, clasifica a los cuerpos obesos como “vulnerables” y les atribuye la voracidad que el virus ha desplegado en el país. Sin negar que la obesidad sea un factor que puede deteriorar la calidad de vida —especialmente en una sociedad que la estigmatiza—, ni minimizar la evidencia que la relaciona con diferentes enfermedades, es importante problematizar su narrativa. ¿Por qué pensar en la obesidad como un problema de los cuerpos y no de los sistemas? ¿Por qué recorrer la cadena causal hasta los consumos calóricos y no llegar hasta la lógica de producción y acumulación del sistema alimentario capitalista? ¿Por qué colocar la solución en el cambio súbito de hábitos personales y no en la eliminación progresiva de barreras de pobreza y desigualdad que limitan el acceso a una alimentación adecuada? Ampliar las preguntas ayuda a definir los problemas de maneras más complejas y llegar a mejores soluciones.

De hecho, la narrativa de la obesidad ha ido abriéndose gradualmente a esa complejización. Hemos pasado de un enfoque que concibe el sobrepeso meramente como el resultado de una operación aritmética entre calorías consumidas y desechadas, a otro que se pregunta qué calidad de energía consumimos. Felizmente, este giro ha implicado dirigir una mirada mucho más crítica hacia una industria que, pase lo que pase, no deja de lucrar. Es muy interesante notar cómo se ha ido amplificando la voz de quienes combaten directamente los intereses de las industrias, transparentando su naturaleza extractiva y su enorme influencia en la toma de decisiones políticas. En México esta discusión ya cuenta con varios pasos andados —aunque con resultados difusos—, como el gravamen a productos chatarra, la implementación de mejores etiquetados y algunos programas que intentan incidir en los hábitos alimentarios de la población.

La acción más reciente ocurrió a nivel subnacional, en Oaxaca, donde se aprobó una reforma a la Ley de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes que prohíbe la distribución, venta, suministro o regalo de alimentos chatarra a menores de edad. La medida es interesante e histórica. Oaxaca tiene todos los motivos para estar preocupada y deseosa de poner manos a la obra. A pesar de ser enclave de una cultura gastronómica muy celebrada y diversa, es un buen ejemplo del grave estado de malnutrición que aqueja al país, donde la desnutrición y el hambre se mezclan con el sobrepeso y la obesidad. Dado que esta coyuntura no es un problema exclusivo de Oaxaca, otros gobiernos —como la CDMX, Colima, Guanajuato, San Luis Potosí o Tamaulipas— han mostrado interés en replicar la iniciativa y avanzar sus propias regulaciones al respecto.

Las medidas aprobadas se centran en la eliminación de estos productos en entornos educativos y la prohibición de su venta directa a menores en cualquier establecimiento comercial. También busca cerrarle el paso a las industrias obstaculizando cualquier tipo de estrategias publicitarias basadas en regalos o donaciones. Es decir, la reforma busca limitar el acceso a la chatarra, acotándolo a las decisiones que las y los tutores de los menores consideren adecuadas, en el entendido de que están exentos de acatar estas medidas.

La iniciativa es un vergonzoso recordatorio de los temas que dejamos pendientes. Indirectamente, reconoce que la disposición nacional emitida en 2013 que obligaba a eliminar la comida chatarra de las escuelas no funcionó o no bastó. Por otro lado, deja claro que las entidades desean retomar la rectoría en estos asuntos. La pandemia ha revelado desigualdades que no ocurren en el vacío, sino en territorios con especificidades políticas, sociales, culturales, económicas y ecológicas de las que deben hacerse cargo los gobiernos locales, al margen de las decisiones que se tomen u omitan desde la administración federal.

El anuncio de la aprobación de esta iniciativa ocurre a pocos meses de la aplicación general del nuevo etiquetado frontal y apenas unos días después del lanzamiento de la “Estrategia de Alimentación Saludable, Justa, Sustentable y Económica”, una iniciativa surgida del Grupo Intersecretarial de Salud, Alimentación, Medio Ambiente y Competitividad (GISAMAC) que, al parecer, será coordinada por la Secretaría de Bienestar. La falta de información pública disponible sobre la estrategia dificulta apreciar con claridad sus atributos y alcances, pero es claro que existe una preocupación pública generalizada por la calidad de la alimentación y mucha prisa por actuar.

En este contexto, cabe preguntarse cuánto podemos esperar de esta novedosa reforma. Frente a temas complejos, la prohibición suele ser el camino más corto y a veces el menos efectivo (la experiencia con el alcohol o los narcóticos podría enseñarnos un par de cosas al respecto). Si bien existe evidencia positiva sobre el efecto que tiene eliminar la comida chatarra de las escuelas en la disminución de su consumo o en la eventual reducción de la obesidad infantil, también es cierto que en otros contextos estas medidas tienen efectos mixtos o adversos, como la creación de “mercados negros”, especialmente en entornos de mayor precariedad en los que la relación con las intervenciones del Estado es difusa e inconstante.

Pero, sobre todo, no existen datos que avalen que una medida como la aprobada tenga éxito en la disminución de la obesidad infantil y ciertamente el proyecto de decreto no presenta ninguna evidencia al respecto. Esto puede deberse a la falta de antecedentes de una acción semejante, lo que es un dato en sí mismo. En este sentido, preocupa que su racionalidad obedezca más a una forma escandalizada de sentido común que a la evidencia. Visto así, que otras entidades parezcan más interesadas en mantener el momentum que en generar más análisis al respecto, también es inquietante.

Prohibir el acceso a un producto que sigue existiendo abundantemente en otros espacios, y es promovido de manera incesante, no basta para disminuir su disponibilidad y deseabilidad. Prohibir el acceso a un producto no es igual a eliminar su oferta y desplazar el acceso directo a los padres tampoco garantiza que no llegue a los menores. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (Ensanut), en 2018 los porcentajes de consumo de bebidas azucaradas (no lácteas) son los mismos para menores y adultos (más del 80 %) y la tercera parte de los adultos come botanas, postres, bebidas lácteas azucaradas o cereales dulces. Si bien en estos últimos rubros el acceso de menores es mayor (casi el doble), es más o menos claro que los intermediarios son los adultos, puesto que son consumos arraigados no sólo en la dieta, sino en la vida práctica cotidiana y la sociabilidad familiar, algo mucho más difícil de transformar.

De algún modo, una iniciativa de prohibición que no erradica lo que persigue sólo desplaza su consumo hacia otros márgenes y deposita en los individuos la responsabilidad de tomar decisiones que el Estado evita por razones económicas y políticas. Aunque nazcan con buenas intenciones, es fácil que estas acciones caigan en la inoperancia o queden rebasadas por el entorno, pasando a la historia como anécdotas de simulación política que permiten al gobierno proyectar preocupación mientras se deslindan de las causas estructurales de los problemas.

En el caso del consumo de alimentos chatarra, hay evidencia positiva sobre la utilidad de tomar una serie de medidas de aplicación simultánea: regular la publicidad —prohibir mensajes engañosos y la mediación de personalidades famosas, restringir los horarios de transmisión y los sitios de exhibición; limitar su disponibilidad en todos los puntos de venta y para todos los públicos; aplicar gravámenes especiales; mejorar la calidad de la información y, por supuesto, arrebatarle el poder político a la industria, eliminándola de todos los espacios de decisión en materia de alimentación y salud. Aun si sus efectos en la reducción de la obesidad son difusos, la erradicación de estos productos en las escuelas es obligatoria, pues los planteles educativos deben ser espacios seguros en absolutamente todos los sentidos.

En lo que concierne al mejoramiento de la salud y la nutrición, hay todavía más evidencia sobre el impacto positivo de elevar los ingresos; garantizar la disponibilidad, estabilidad, accesibilidad física y económica a alimentos sanos; apoyar la producción local de alimentos; crear espacios propicios para la actividad física; mejorar sustantivamente la calidad de los servicios de salud; garantizar condiciones de vivienda adecuadas; regular las condiciones laborales y la conciliación entre familia y trabajo; crear espacios compartidos para la valoración de la cultura y el cuidado alimentarios, y un amplio etcétera sobre el que también es posible y urgente legislar.

No cabe más que desearle lo mejor a la nueva iniciativa. Es innegable que en ella hay mucho qué celebrar, como el interés preponderante en la infancia, la exhibición de las dinámicas perniciosas de la industria y la intención de ponerles límites. Sin embargo, su éxito dependerá inevitablemente de que sea complementada con un conjunto de medidas simultáneas que restrinjan la abundancia y el valor social de estos productos, el cual está anclado no sólo en el gusto, sino en la función estratégica que cumplen como soluciones a la vida cotidiana de quienes no tienen acceso a mejores alternativas, como resultado de la pobreza y la desigualdad.

La prohibición no sólo es el camino más fácil, también es el menos democrático. Esta intervención debe ser apenas una parte de una estrategia integral que incluya a las y los menores en la construcción de mejores espacios para su bienestar, de tal modo que la lección que deriven de esto no sea que sus cuerpos son reprochables, que son incapaces de tomar buenas decisiones y que por ello deben ser eternamente controlados. (PALOMA VILLAGÓMEZ. NEXOS)

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